jueves, 3 de mayo de 2018

Esclavos en el Mediterráneo

Hace poco leía sobre la piratería en el Mediterráneo y me sorprendió bastante un capítulo sobre el comercio de esclavos (el libro es The Barbary Corsairs: Warfare in the Mediterranean, 1480-1580, de Jacques Heers). Cuando pensaba en esclavos me venía a la cabeza barcos cargados de africanos con destino a América, pero, por lo visto, en el Mediterráneo fue algo bastante común durante toda la Edad Media y parte de la Edad Moderna. Y, como todo lucrativo negocio, atrajo a multitud de emprendedores dispuestos a sacar tajada de una u otra forma.

Los esclavos podían ser tanto infieles, ya fueran cristianos o musulmanes, como de la propia religión. Por ejemplo, tras una victoria en 1353, los aragoneses se trajeron de vuelta a miles de genoveses prisioneros que repartieron por Cataluña, Valencia y Baleares. Prisioneros que debían trabajar para resarcir a las comunidades de acogida por sus gastos de manutención.

En la Península los esclavos solían provenir, hasta el fin de la Reconquista, de cabalgadas en territorio moro o expediciones marítimas. El reparto del botín podía llegar a ser algo confuso: mientras que un saco de grano se puede repartir, una persona es algo más complicada. Así un capitán de barco de Barcelona llegó a escribir que debía a un mercader un quinto de un sarraceno y la mitad de otro.


Una vez clara la propiedad del esclavo ya se podía empezar a sacar beneficios. Podías usarlo para trabajar en casa o venderlo, pero siempre después de haber pagado el correspondiente impuesto, lo que llevaba a algunos mercaderes a desembarcar a las afueras o de noche para evitarlo. O, si lo tuyo era más la inversión a largo plazo, podías arrendarlo durante un tiempo a un artesano y, de camino que sacabas un dinero, el esclavo aprendía un oficio. Eso sí, con cuidado a donde se mandaba: había quien especificaba que no podría usarse en las salinas de Mallorca, que tenían fama de acabar estropeando la inversión.

A tanto llegaba esta concepción mercantilística de las vidas humanas, que los genoveses llegaron, a principios del siglo XV, a hacerles seguros de vida a sus esclavos para proteger su inversión.

El mercado de esclavos, óleo de Jean-León Gérôme.
También había que tener ojo con las fugas. Para evitarlas se tomaron varias medidas, como pagar a los delatores o establecer patrullas para vigilar los caminos. En Portugal los barqueros tenían prohibido transportar esclavos a través del Tajo salvo con el permiso escrito de sus dueños. Y en Cataluña los dueños de esclavos debían pagar una tasa por esclavo recuperado, cuya cuantía dependía del número de ríos que hubieran sido necesario cruzar para atraparlo.

Por cierto, en los reinos cristianos la esclavitud no era hereditaria. El nacido de esclavo era libre, así que no era raro que en la puerta de los hospicios aparecieran recién nacidos, hijos de esclavos a los que los dueños de la madre no querían mantener. Esto llevó a las autoridades de Perpiñán a exigir que se abriera una investigación cada vez que se abandonara a un infante ante las puertas del hospital de San Juan para que el padre colaborase en la manutención, que no estaban ellos para subvencionar bastardos.

Pero, con el paso de los siglos, el comercio de esclavos en tierras cristianas fue palideciendo ante el auge de los temidos piratas berberiscos, entre los que destacaban figuras como Dragut o los temidos Barbarroja. Durante el siglo XVI estos piratas, súbditos del Imperio Turco, asolaron el Mediterráneo, llevando el miedo a cualquiera que viviera cerca de sus costas. De esta época viene la expresión "No hay moros en la costa" para indicar la ausencia de peligro.

Una de las torres que se construyeron en para vigilar si "había moros en la costa", frase que acabó incorporándose al lenguaje popular. (Aunque esta en concreto es de Córcega, foto de Tanos.)

En las tierras de Berbería (costas de Marruecos, Argelia, Túnez y Libia) abundaba el trabajo esclavo, constantemente renovado por los frecuentes ataques a las costas cristianas. Aunque, a diferencia de los reinos cristianos, donde el tráfico de esclavos estaba en manos privadas, aquí eran los agentes de las autoridades locales los encargados de organizar el negocio.

Los cada vez más frecuentes ataques berberiscos, y el correspondiente aumento de esclavos, hizo que surgieran nuevas profesiones: en Castilla los alfaqueques eran los encargados de negociar los rescates de los cristianos presos por el reino de Granada primero, y por el resto de reinos musulmanes después. Los alfaqueques llegaron a estar regulados por el rey de Castilla, aunque por todo el Mediterráneo surgieron aprovechados que hicieron negocio buscando esclavos capturados (una investigación que podía requerir bastante tiempo) y acordando su rescate. Y, como siempre, los había más o menos honrados, incluyendo quienes exprimían a las desesperadas familias para luego desaparecer.

Aunque junto a estos también surgieron los encargados del negocio inverso: intermediarios que viajaban a tierras musulmanas con datos sobre los esclavos para, por orden de sus dueños, contactar con las familias y negociar el rescate.

También había asociaciones caritativas y órdenes religiosas que se dedicaban a recaudar dinero para viajar al norte de África buscando comprar la libertad de esclavos pobres. Y alguno hubo que acabó compartiendo la suerte de aquellos a los que pretendía liberar.

El peligro en las costas europeas llegó a tal nivel que algunas asociaciones, como los pescadores de Barcelona o los fabricantes de sogas de Valencia, llegaron a incluir un juramento de sus miembros en el que se comprometían a aportar una cantidad por si fuera necesario rescatar a un correligionario.

Los que viajaban por mar estaban aleccionados a que, en caso de abordaje, debían intentar rebajar su importancia y la de sus posibles riquezas y fingir mala salud para evitar resultar atractivos de cara al mercado. Y como cada movimiento de un bando aparejaba otro del opuesto, el primer movimiento de los piratas al abordar un navío era interrogar a los capturados en busca de candidatos a buenos rescates, lo que incluía revisar las ropas y equipaje o examinar las manos para ver si eran personas alejadas del trabajo manual.

Y es que, si la presa era pudiente, el rescate resultaba más atractivo que el precio que se pudiera sacar en el mercado de esclavos. Sobre todo si se conseguía rápidamente. Al fin y al cabo a un esclavo hay que transportarlo (y las ligeras naves que se dedicaban al negocio no tenían demasiado espacio para cargar) y darle de comer. Así que si conseguías que la familia o vecinos pagaran rápidamente todo eso que se ganaba.

Se daban entonces situaciones como las de familiares que, al enterarse de un ataque pirata, partían a toda prisa hacia la costa para intentar rescatar a sus seres queridos antes de que los asaltantes levasen anclas. Y claro, si algo funciona siempre habrá quién lo lleve al extremo, y famosos corsarios como Dragut o Barbarroja llegaron a anunciar la celebración de mercados donde se podía acudir a rescatar (por un precio) a los prisioneros capturados a poca distancia de allí. Como dijo aquel otro pirata, así es el mercado.

Termino con una de las cosas que más me chocó al leer sobre el tema. La captura de esclavos por los piratas islámicos fue un gran problema para todas las naciones cristianas. O casi todas. Francia, siguiendo la máxima de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, era aliado de facto del Imperio Otomano, llegando incluso a permitir que la escuadra de Barbarroja pasara el invierno en Tolón. Pero claro, eso de que nuestros aliados capturasen cristianos para venderlos como esclavos no quedaba bien de cara a la opinión pública. Así que no faltó quien asegurase que los esclavos eran tratados estupendamente y que los testimonios de los que eran liberados o escapaban no eran más que exageraciones interesadas para llamar la atención o conseguir algo. Lo cierto es que uno ve el tratamiento que se da hoy en día a algunas noticias según el sesgo del medio y no puede menos que pensar que tampoco hemos avanzado tanto.

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