sábado, 31 de diciembre de 2016

Fin de año, fin del mundo (1)

(Aquí puedes descargar el relato completo para leer en tu libro electrónico). 

Foto de Unsplash.

I


A orillas del mar una figura envuelta en una túnica marchaba con pasos firmes, salpicando arena con cada zancada.

—Hace más de una hora que deberían estar aquí.

Una segunda figura, con una túnica exactamente igual a la suya, se volvió en su dirección.

—Tranquilízate Rubén, vendrán. Deberías estar contento de que haya encontrado a alguien con tan poco tiempo —se giró de nuevo hacia el mar—. Disfruta del paisaje, quién sabe cuándo podrá la humanidad volver a disfrutar de una noche como ésta.

 —Si todo sale bien, nunca. Esta noche limpiaremos la tierra de advenedizos, pusilánimes y... —se quedó mirando a su interlocutor—. Esteban, se te ha olvidado quitarle la etiqueta a la túnica.

Esteban empezó a palpar su atuendo, mirando en mangas, cuello, hasta que finalmente Rubén se acercó y le arrancó el trozo de cartón que colgaba de su capucha. Valiente falta de cuidado. Ya no hay compromiso con lo que se hace. Se ha perdido la seriedad, el respeto...

Perdido en sus pensamientos volvió a sus paseos orilla arriba y abajo. Podía apreciar la belleza del mar, el reflejo de la luna y todo lo demás, pero no dejaba de considerarlo distracciones. Lo importante ahora era su objetivo. Y como el imbécil de Álvaro no apareciera pronto perderían la ventana y tendrían que esperar otro año. Y ya había aprovechado para cantarles las cuarenta a demasiadas personas como para volverse atrás.

—¿Estás seguro de que estaremos tranquilos aquí? —preguntó, intentando apartar la idea de su cabeza.

—Seguro —respondió Esteban señalando hacia las luces que se atisbaban en el horizonte, tierra adentro—. En invierno por aquí sólo pasan hippies, guiris y las lanchas de los narcos, pero hoy están todos en el pueblo celebrando el fin de año.

—Que celebren —dijo con una sonrisa—, que aprovechen su última noche —apostilló antes de volverse hacia la tercera figura que poblaba la, por lo demás, desierta cala.

—Carlos, ¿qué hora...? —se interrumpió. Carlos parecía estar intentando hacer desaparecer su cabeza entre las mangas de su túnica— ¿Se puede saber qué cojones estás haciendo?

Decir que Carlos llevaba una túnica podía transmitir una imagen equivocada; más bien la túnica lo llevaba a él. Rubén había comprado todas las túnicas (imprescindibles si queremos hacerlo con propiedad, no pienso discutir en esto) de la misma talla: la suya. Y todo lo que Rubén tenía de alto lo tenía Carlos de... bueno, digamos que su figura no era lo que se dice imponente. Sentado sobre la arena recordaba más a un montón de ropa esperando la colada que a un cultista a punto de desatar horrores inimaginables


En lo alto del montón de ropa se agitó una cabeza. O lo que debía ser una cabeza, porque lo único que se distinguía era una capucha de la que asomaba un cigarro apagado.

—¿Qué hora es? —insistió Rubén. Sin esperar a la respuesta continuó— Súbete a la duna a ver si los ves llegar.

Carlos rezongó mientras se volvía hacia la duna dejando un rastro sobre la arena. A pesar de sujetárselos con las manos los faldones de la túnica se arrastraban por la arena, haciendo más difícil la subida. Llegó a la cima resoplando, miró a su alrededor e hizo un gesto negativo con el brazo, agitando la manga como si fuera una bandera. Luego bajó la cabeza mientras tanteaba en busca del mechero.

Al menos el basto tejido de la túnica le protegía del aire del aire invernal, y las grandes mangas le servían de pantalla contra el viento. Pero el mechero parecía que había dado su último hálito encendiendo las antorchas. Empezaba a plantearse volver a usar una de las antorchas como lumbre, a pesar de que el último intento le había dejado con una ceja de menos por culpa de un súbito golpe de viento, cuando vislumbró unos faros en la distancia.

—¡Viene alguien! —gritó hacia la playa.

El automóvil abandonó la carretera, bajando por el camino de tierra que usaban los veraneantes para acercarse a la cala. De él bajaron dos figuras cargadas con varios bultos.

—¡Ya era hora, joder! —les espetó Rubén mientras se acercaba.

—Calma, que vas a asustar al nuevo —susurró a su lado Esteban.

El nuevo era una figura delgada envuelta en lo que parecía (era) una sábana color crema que le hacía parecer más matrona romana que miembro de un oscuro culto. Claro que el borde de florecitas de la sábana no ayudaba mucho. Rubén notó la mirada de Esteban y reprimió el exabrupto que se estaba formando en su garganta, cambiándolo por un:

—Tú debes ser Benito.

—Encantado señor Ochaíta —dijo Benito mientras dejaba una caja sobre la arena y rebuscaba algo bajo su sábana-túnica—. Puede llamarme Beni —añadió con timidez. Alentado por el asentimiento de su interlocutor, continuó—. Soy un gran admirador suyo, señor Ochaíta, me he leído toda la serie del sargento Costalegre.

Benito, Beni, sacó un bulto bajo la túnica y se lo alargó al señor Ochaíta, Rubén.

—Sería un honor si pudiera dedicármelo.

El escritor miró el libro haciendo esfuerzos por ocultar su disgusto. Era un ejemplar de bolsillo de la mediocre serie de novelas que, le dolía reconocerlo, le permitían mantener su tren de vida. Y una de las razones por la que quería invocar a un odio primigenio que destruyera de una puta vez al atajo de advenedizos y pusilánimes que formaban esta mierda de sociedad.

Componiendo a duras penas una sonrisa se dirigió a su admirador:

—Benito, verás...

—Beni.

—Verás, Benito, no creo que éste sea el momento más adecuado. Mejor lo dejamos para cuando acabemos —y con un poco de suerte tu alma esté alimentando a aquel que duerme en los abismos insondables, le faltó añadir. Aunque debía haberlo pensado lo suficientemente fuerte, porque Esteban dio un paso al frente, agarrando al muchacho del hombro y llevándoselo dentro junto al círculo de antorchas mientras le preguntaba alguna trivialidad sobre el viaje.

—No empieces, Rubén —le interpeló Álvaro, el otro recién llegado—, no sé qué esperabas que consiguiera de un día para otro.

—Cuando coja a Salvador lo voy a matar. ¿De dónde has sacado al lector? —la entonación de la última palabra dejaba bien claro la opinión que tenía de él. En realidad de sus lectores en general. O de la humanidad en particular.

—Bueno, si todo sale como está previsto no hará falta que lo mates tú personalmente —señaló a la figura que se alejaba—. Es mi primo, y si está aquí es sólo porque le he dicho que su autor favorito era el jefe de todo esto. Así que intenta tratar bien al chaval, no veas el mosqueo que ha cogido su mujer cuando me lo he llevado de la cena familiar.

—Sumo Sacerdote.

—¿Qué?

—Que no soy el "jefe de todo esto", soy el Sumo Sacerdote. Ahora que estamos tan cerca hay que hablar con propiedad.

—Vale —suspiró Álvaro, señaló hacia el bulto que había soltado Benito—. Señor Sumo Sacerdote, si no es mucha molestia, ¿podría usted cargar con eso? Que el N'arjswehl no se va a invocar solo.

—En realidad se pronuncia... —pero Álvaro ya le había dado la espalda, camino del resto de cultistas. Refunfuñando agarró la caja y se apresuró a reunirse con el grupo.



II


Siguieron unos momentos de intenso trabajo mientras se trazaba el pentagrama. Carlos y Esteban esbozaron un esquema sobre la arena, que luego se repasó con una tinta especialmente fabricada para la ocasión, con un sospechoso olor a calamar. Con el contenido de una de las cajas, y bajo las instrucciones de los dos expertos en simbología arcana, se completó el pentagrama disponiendo estratégicamente varias piedras de colores, plumas de distintas aves, unas tijeras, un compás, dos huevos duros y unos calcetines.

—¿Estás seguro de los calcetines, Carlos? —preguntó el Sumo Sacerdote, sin dejar de poder observar el agujero que remataba a uno de ellos.

—Bueno, en realidad se refiere a cualquier prenda que haya estado en contacto con un invocador, valdrían también unos calzon...

—Suficiente, me has convencido.

Tras acabar su trabajo los invocadores se retiraron, observando orgullosos su obra.

—Bueno, sólo falta una hora para la media noche, así que no nos durmamos —interrumpió la contemplación Rubén, situándose en una de las puntas— Ocupad vuestros lugares: Maestro de las Llaves —indicó a Esteban el lugar justo a su derecha, luego señaló la siguiente posición—, Señor de los Flujos Cósmicos... ¡Me cago en la puta, Carlos! ¿Ahora tienes que ponerte con eso?

El Señor de los Flujos Cósmicos estaba en una postura forzada, acercando un cigarro, con todo el brazo extendido, a una de las antorchas, mientras giraba la cabeza hacia otro lado, intentando que su título no se ampliara con un Aquel Que Perdió Ambas Cejas Por Un Traicionero Golpe De Viento. Avergonzado intentó guardar el cigarro, dificultado por las largas mangas que le envolvían toda la mano en cuanto bajaba los brazos. Ante la mirada impaciente del Sumo Sacerdote, acabó por tirarlo cigarro en la arena, con tan buena fortuna de que cayó fuera del pentagrama (lo que evitó que el Sumo Sacerdote hiciera que su nariz siguiera el camino de la ceja que le faltaba).

—Continuemos —prosiguió el Sumo Sacerdote señalando a la siguiente punta del pentagrama—. Condestable de la Orden —Álvaro ocupó su lugar—. Y tú, Benito, serás el Guardián de la Puerta —el recién llegado se apresuró a ocupar su sitio.

—Eh, ¿Rubén?

—¿Qué pasa ahora, Carlos? —las palabras se deslizaron en la noche como se desliza un tenedor sobre una pizarra.

—Verás —continuó Carlos tímidamente—, ya que no está aquí Salvador... ¿Podría ser yo el Guardián de la Puerta? A mí eso de Señor de los Flujos Cósmicos nunca ha terminado de convencerme.

—Carlos, ¿de verdad crees que es el momento de salir con esto? —el resto del grupo se envolvió un poco más en sus túnicas. De pronto la temperatura parecía haber bajado un par de grados.

—A mí no me importa —terció el Guardián de la Puerta.

El Sumo Sacerdote se volvió hacia él con una respuesta en los labios, que contuvo ante la mirada del Maestre de los Filos-Esteban.

—De acuerdo —masculló—, podéis cambiaros los títulos —y volviéndose hacia el recién nombrado Guardián de la Puerta—. ¿Algo más, Carlos?

—No.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Entonces continuemos —retomó el Sumo Sacerdote, sólo ser interrumpido de nuevo.

—Bueno, una cosa.

—Sí, Carlos —si las palabras realmente pudieran cambiar la temperatura de un lugar, en ese momento la orilla del mar habría empezado a congelarse.

—No, que digo yo, que si ahora soy el Guardián de la Puerta, ¿no debería cambiarme de sitio con Benito?

Cuando el Sumo Sacerdote iba a dar rienda suelta a la florida prosa por la que era tan conocido sintió en su hombro la mano de Esteban.

—Creo que tiene razón, el orden es mencionado expresamente en la invocación.

—De acuerdo, de acuerdo, cambiaros de sitio —aceptó rechinando los dientes. Un rechinar que se hizo casi audible mientras contemplaba como los bajos de la túnica del nuevo Guardián de la Puerta se acercaban peligrosamente al dibujo del pentagrama, aunque sin llegar a alterarlo.

Contó mentalmente hasta diez antes de volver a empezar, notando la atención del grupo fija en él.

—Bueno, ahora como hemos ensayado. Benito —dijo volviéndose hacia el Señor de los Flujos Cósmicos—, ¿te ha dado tiempo a aprenderte las líneas?

—Sí —intervino Álvaro en su lugar—, lo hemos estado practicando en el coche. La verdad es que se le da muy bien. 

—Estupendo —dijo el Sumo Sacerdote sin dejar de mirar a la nueva incorporación—. ¿Tienes alguna duda antes de que empecemos?

—No, mi primo me lo ha explicado todo —y mirando alrededor preguntó—. ¿Dónde están las cámaras?

—¿Cámaras? ¿Qué cámaras? —el Sumo Sacerdote le miró sin comprender.

—Para grabarlo todo —dijo extrañado Benito. Y ante la falta de respuesta continuó—. Para verlo después.

—Sí —se apresuró a intervenir Álvaro—, le he contado a Benito que esto es para documentarte para tu próximo libro, que querías hacer una prueba a ver cómo quedaba —mientras hablaba intentó guiñar un ojo sin que se notara que guiñaba un ojo, lo que acabó siendo una mueca un tanto extraña, pero que entendieron todos salvo Benito, que pensó que se le había metido algo de arena.

—Ah, sí, el libro —improvisó Rubén—. No hacen falta cámaras, sólo quiero capturar el ambiente. Lo guardo todo en la cabeza.

—Sí, es su método —acudió en su ayuda Esteban—, no veas la de veces que nos hemos vestido de inquisidores o soldadesca imperial para alguna escena que no terminaba de salirle. Los artistas son así.

Benito-Guardián de los Flujos Cósmicos asintió mirando con reverencia al Sumo Sacerdote, palpando involuntariamente el libro que guardaba bajo su túnica.

—Genial, entonces yo estoy listo.

—¿No quieres repasar una última vez las frases? —intervino Álvaro.

—No, me las sé bien: Ph'nglui mglw'nafh N'arjswehl C'diz wgah'nagl fhtagn...

—Muy bien —asintió apreciativamente Rubén, haciendo que los ojos de Benito se iluminaran—, Aunque en realidad es se pronuncia N'arjswel, sin h. Y marcando más la rjs.

—Tienes talento para esto —intervino Esteban, quitando importancia al comentario del Sumo Sacerdote— a mí me costó días conseguir pronunciarlo en condiciones.

—Bueno, mi primo me ha ayudado mucho. Y el traductor, claro.

Hubo un instante de silencio mientras el grupo asimilaba la frase.

—¿Traductor? —encontró las palabras Esteban— ¿Qué traductor?

—El del Google —dijo Benito con naturalidad—, le puse las frases que me apuntó el primo para practicar la pronunciación mientras él terminaba de recoger las cosas.

—¿Y te las tradujo? —logró articular Esteban.

—¡Qué va! Decía idioma desconocido, pero aún así la muchacha las leía y así me pude aprender la pronunciación.

Los otros cuatro se miraron entre sí, con expresiones que iban de la extrañeza al alivio.

—Bien —dijo solemnemente Rubén—. Entonces, comencemos la invocación.

Lo bueno de las túnicas es que las grandes mangas no dejan ver cuando cruzas los dedos.




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